En la sala del tribunal de Mérida, bajo las columnas de mármol que sostenían el techo, se extendía el silencio expectante de los asistentes. Ante el estrado se hallaba Eulalia, apenas una niña de doce años, pero con la frente erguida y los ojos firmes. Frente a ella, el magistrado Macrino, representante de Roma en la ciudad, intentaba contener la impaciencia.
—Niña —comenzó Macrino con un tono paternal—, Roma es tolerante con todos los cultos mientras los demás lo sean también. ¿Por qué empeñarte en desafiar al Imperio? ¿Por qué arriesgar la vida por una obstinación infantil?
Eulalia lo miró sin pestañear.
—Porque la diosa Vesta que veneráis no es más que una manifestación del maligno. No me postraré ante ella ni ante ningún ídolo, pues solo Cristo es digno de adoración.
El magistrado suspiró, y por un instante pareció más preocupado que airado.
—No entiendes, niña. Los rituales de las vestales y los sacrificios a los dioses tutelares de Mérida son muy importantes para mucha gente, sobre todo para las mujeres que han hallado en ellos consuelo y sentido. ¿Por qué perder la vida por un capricho de juventud? Tú no sabes lo que significa el dolor, los tormentos, la carne desgarrada...
Eulalia apretó los puños y replicó con una calma sorprendente:
—Si hay un nuevo mundo para mí después de esta prueba, ¿qué habrá para ti, Macrino, cuando debas rendir cuentas ante el verdadero Dios?
El magistrado quedó en silencio, perturbado por aquellas palabras que, viniendo de una niña, sonaban como un juicio. Finalmente, hizo una señal a los pretorianos.
—Llevadla.
Los soldados se acercaron. Uno de ellos, llamado Cayo, tomó a la niña por el brazo con una mezcla de rudeza y respeto. Al pasar junto al estrado, murmuró con media sonrisa dirigida a Macrino:
—Quizá hoy sea ella la que sufra, pero escucha mis palabras: este cristianismo, que ahora parece una chispa, mañana será un fuego que ni los dioses de Roma podrán apagar.
Macrino lo miró con gesto severo, pero en su interior no pudo evitar un escalofrío. Afuera, el sol de Mérida brillaba con fuerza, presagio de una hoguera que estaba a punto de encenderse.
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