Las hijas de la radiactividad
En el hogar de Marie Curie, la ciencia no era solo una vocación: era una forma de respirar. Entre matraces, tubos de ensayo y el brillo misterioso del radio, crecieron sus dos hijas, Irène y Ève, bajo la mirada serena y exigente de una madre que había aprendido a templar la pasión con la disciplina. Tras la muerte trágica de Pierre Curie, atropellado por un carruaje en 1906, Marie educó a sus hijas en un ambiente de rigor y curiosidad, pero también de silencios y soledad.
Irène, la mayor, parecía haber heredado de sus padres la mente matemática y la paciencia del laboratorio. Desde muy joven acompañaba a su madre en las investigaciones en el Instituto del Radio, donde aprendió no solo las técnicas de la ciencia, sino el valor de la perseverancia. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, madre e hija se unieron en una misión poco común: instalar unidades móviles de rayos X en el frente para atender a los heridos. Aquellas “Pequeñas Curies”, como se las llamó, recorrieron los campos de batalla de Francia. Irène, apenas una adolescente, aprendió a manejar la maquinaria radiológica entre el barro, el dolor y el heroísmo.
Terminada la guerra, Irène continuó los estudios en física y química, y su destino la llevó a encontrarse con un joven investigador, Frédéric Joliot, en el Instituto del Radio. Juntos, en una comunión intelectual que recordaba la de Marie y Pierre, descubrieron en 1934 que la radiactividad podía crearse artificialmente, un hallazgo que revolucionó la ciencia moderna. Por ese descubrimiento, recibieron el Premio Nobel de Química en 1935, apenas un año después de la muerte de Marie Curie. Era como si la antorcha del conocimiento hubiera pasado de madre a hija, encendida por la misma luz invisible.
Pero la ciencia, para Irène, nunca fue ajena al compromiso social. Fue militante de la paz y defensora de la educación, convencida de que el conocimiento debía servir a la humanidad y no a la guerra. En sus últimos años, mientras dirigía el Instituto del Radio, luchó contra una enfermedad silenciosa —una leucemia causada por la exposición prolongada a la radiación—, la misma energía que había iluminado su vida.
Ève Curie: la hija que escribió en vez de medir
A diferencia de su hermana, Ève Curie había nacido mirando más hacia el arte que hacia el microscopio. Pianista talentosa, crítica musical y escritora, vivió su juventud buscando un lenguaje propio, lejos de las fórmulas químicas que llenaban su casa. Sin embargo, cuando su madre murió en 1934, sintió que debía preservar su historia.
El resultado fue Madame Curie (1937), una biografía escrita con ternura y respeto, pero también con la mirada independiente de una hija que intentaba comprender a la mujer detrás del mito. El libro fue un éxito mundial y, efectivamente, Ève Curie fue nominada al Premio Pulitzer en 1938 por esta obra. Su estilo, a la vez sobrio y emocional, revelaba la fascinación de una hija que nunca dejó de admirar a su madre, aun desde la distancia de sus caminos distintos.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Ève se negó a permanecer en la comodidad de los salones literarios. Se convirtió en corresponsal de guerra, viajando por Europa, África y Asia, y fue una de las pocas periodistas occidentales que recorrió el frente oriental, acompañando a las tropas soviéticas en su avance contra el ejército nazi. En su libro Journey Among Warriors (Viaje entre guerreros, 1943), narró con asombro y crudeza aquellas experiencias.
En una de sus crónicas más citadas, Ève escribe sobre su llegada a Stalingrado, poco después de la gran batalla:
“El aire olía a humo y victoria. Los soldados, con los rostros ennegrecidos por el polvo, hablaban de sus muertos con una calma que me sobrecogió. Nunca había visto una fe tan obstinada en la vida, incluso entre las ruinas.”
En otra, recuerda su encuentro con una joven médica soviética que atendía heridos en condiciones imposibles:
“Le temblaban las manos, pero no la voz. Me dijo: ‘Cada cuerpo que salvo es una respuesta a quienes quisieron que fuéramos esclavos.’ Comprendí entonces que el heroísmo también tiene rostro de mujer.”
Ève viajó desde El Cairo hasta Teherán, cruzó las líneas del desierto en Libia y entrevistó a líderes aliados, pero lo que más la marcó fue la resistencia anónima de los pueblos. Su libro fue un testimonio de humanidad en medio de la devastación, y la crítica lo recibió como una obra valiente y lúcida.
Tras la guerra, Ève dedicó su energía al servicio internacional. En 1954 se casó con Henry Richardson Labouisse, un diplomático estadounidense que años más tarde se convertiría en director ejecutivo de UNICEF. Cuando en 1965 UNICEF recibió el Premio Nobel de la Paz, fue Labouisse quien subió al estrado en Oslo a recibirlo, y Ève estaba a su lado. En ese momento, la familia Curie sumaba tres generaciones de laureados con el Nobel: Marie y Pierre, Irène y Frédéric, y ahora, de manera simbólica, Ève junto a su marido.
Vivió hasta los 102 años, con una vitalidad que asombró a quienes la conocieron. En sus memorias tardías, Ève reflexionó sobre la singular herencia familiar que compartía con su hermana:
“Irène buscó la verdad en el átomo. Yo la busqué en el alma de los hombres. Ambas, creo, fuimos fieles a nuestra madre.”
Epílogo
Irène e Ève Curie fueron dos formas distintas de una misma herencia. La primera encarnó la ciencia como misión; la segunda, la palabra como testimonio. Entre el brillo del radio y la tinta del papel, ambas prolongaron el legado de Marie Curie: la fe en la inteligencia, la independencia y la dignidad del espíritu humano.


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