lunes, 9 de enero de 2017

SILENCIO, de Martin Scorsese. Cuando Dios acepta lo inevitable...

Siglo XVII. Es una época de crisis en todos los sentidos. En Europa, católicos y protestantes manchan de sangre los suelos de los principados alemanes durante la Guerra de los 30 años, una guerra tanto por la supremacía ideológica como provocada por las malas cosechas sucesivas, de las que se culpa siempre al otro bando, a los disidentes o a los condenados a ser diferentes.
Rodrigues (Andrew Garfield) y Garrupe (Adam Driver) son dos misioneros portugueses de la Compañía de Jesús. Están preocupados porque su mentor y guía espiritual, el padre Ferreira (Liam Neeson), ha desaparecido en Japón. Tras casi 60 años de intenso intercambio cultural e ideológico con Occidente, las autoridades japonesas han cerrado las puertas del archipiélago nipón y están persiguiendo a los japoneses cristianos. El Capitán General de la Compañía de Jesús les advierte que Japón es peligroso para los misioneros y son Rodrigues y Garupe los que deben decidir sinceramente ir allí.
En Japón presencian las muestras de fe de los kirishitan, los campesinos cristianos clandestinos, y de la sumisión con la que van al martirio a manos de los señores feudales, los daymio, presionados por el gobierno de Edo. Los daymio no conocen la nueva fe, no pueden discutir mucho sobre ella con nuestros dos jesuitas. Solo saben que el cristianismo en una sociedad estamental como la nipona del periodo Edo puede resultar subversivo, como puede - y ya ha hecho - proporcionar argumentos a algunos cabecillas militares díscolos para levantarse contra el nuevo régimen Tokugawa. Tras un siglo de guerra civil, es más riesgo del que las autoridades pueden aceptar. ¿Qué son unos miles de campesinos muertos a cambio de la estabilidad?
El villano, Kichijiro, un tipo que traiciona como Judas una vez tras otra, y sufre porque se arrepiente, parece cómico pero no lo es, vistas las consecuencias de sus delaciones.
El padre Ferreira - es una figura histórica- no ha podido soportar el sacrificio de sus entusiastas seguidores y ha apostatado. Es más, ha escrito un libro contra su antigua fe. Rodrigues se pregunta, también, asimismo, si vale la pena una idea cuando esta mata a cientos de personas. Los kirishitan solo conocen el lado punzante y exigente de la fe, no ninguna de sus bondades. ¿Debe apostatar también, pisar la imagen de Maruya - la Virgen María- y salvarles de una situación extrema, o debe abrirles las puertas de un hipotético Paraíso, una huída de una sociedad estamental, donde todo esta decidido, y no hay salidas fáciles para ellos?

Un poco de historia:

Oficialmente la predicación del cristianismo en Japón empezó en 1549, con la visita de San Francisco Javier y sus colaboradores. Era una época en la que Europa descubría el mundo, y de intercambios comerciales e ideológicos fructiferos con las culturas asiáticas. En 1649 el shogun - dictador militar- había proscrito la nueva religión y cerrado el país a los extranjeros, exceptuendo el puerto de Nagasaki para los holandeses y los chinos.
Durante las guerras civiles japonesas los portugueses habían introducido las armas de fuego y el cristianismo en Japón. Los jesuitas consiguieron al poco tiempo la conversión de 500.000 campesinos. Se integraron en la nueva fe elementos budistas y sintoistas. También se intentó atraer a la exótico espiritualidad cristiana a los daymio, especialmente al de Nagasaki. Los daymios vieron en el cristianismo una forma de eludir las exigencias económicas de los santuarios budistas. Algunas crónicas japonesas hablan de clanes de samurais que entraban en combate tras un estandarte con la imagen de la Virgen María. Otro elemento que apasionó a los nipones de clase alta fue el concepto de sacrificio personal, de victoria a través del sacrificio. Al fin y al cabo, Cristo tuvo que morir en una cruz para que sus seguidores se beneficiaran del perdón de los pecados.
Cuando el shogun Hideyoshi consigue el poder este lanza un ataque contra todos los europeos y los aristócratas que los apoyan. En 1597 Hideyoshi ordena el martirio de San Pablo Miki, un samurai de rango medio converso y de 17 campesinos y artesanos conversos y de 9 sacerdotes. En 1600 el shogun Tokugawa unifica Japón tras la batalla de Sekigahara. Confirma la política de Hideyoshi. Los gobernantes quieren evitar nuevas luchas internas y por eso hay que debilitar a ciertos clanes. Las persecuciones religiosas y el aislamiento se hacen necesarios y no son discutidos hasta el periodo Meiji, en pleno siglo XIX. Hay que evitar un proceso de aculturación que, como el sucedido en el sur de China o en Filipinas, convierta a los propios nipones en extraños en su propio archipiélago.

Para leer:
Silencio. Sishaku Endo.

Para ver:
https://www.youtube.com/watch?v=z8_LW3Q-4e0 

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