miércoles, 28 de febrero de 2018

LA MUERTE DE STALIN, de Armando Iannucci.



En un momento de la última película de KÁRATE KID, la protagosnista se pregunta por qué unos monjes budistas parecen seguir el compás de una balada pop machacona. El señor Miyagui le responde que solo se divierten y es mejor desconfiar de los líderes que no saben reír.

LA MUERTE DE STALIN no ha despertado las simpatías de las autoridades rusas, todavía anclada en la añoranza del autócrata benévolo, duro como el acero pero preocupado a su manera por sus súbditos. Putin dice que los comunistas rusos se pueden sentir insultados. Quizá recuerden a Stalin por introducir la industria pesada en el país y por acabar con la idea del espacio vitan en el este de los nazis. También hubo unas cuartas deportaciones por medio y una camarilla en el poder que nada tenía que envidiar a las disfuncionalidades como grupo de los nazis. ¿Pero qué importa eso? Stalin era el único lo suficientemente cínico para salvar Rusia de los otros totalitaristas, para sembrar la semilla de lo que vino después.

La camarilla de amigotes son tan decadentes que son capaces de discutir sobre si conviene salvarle la vida al distador, que han amado y temido a partes iguales, delante de su cuerpo moribundo tirado en un charco de pis. Tenemos que tragarnos chistes sobre hombres que explotaban en Stalingrado o sobre los presos del gulag. Es casi seguro que los nazis hacían los mismos chistes en la Cancillería de Berlín. Solo que ellos acaban de vencerlos.

Tenemos a un Beria que tan pronto anima a un desfalleciente Stalin a recuperarse como desea en voz alta su muerte tan pronto como el líder se sumerge en la inconsciencia. Sabe que ha acumulado demasiado poder, sabe demasiado sobre demasiados asuntos. La purga está cerca. Los otros líderes le dejan hacer y hablar. Antes escuchaban sus hazañas sexuales sobre cómo violaba a las hijas de sus colaboradores al frente de la NKVD. Ahora conspiran contra él. Nunca estuvieron unidos. Nadie siente apego por nadie.

Tenemos a Molotov, totalmente capacitado para organizar el reparto de Polonia con Ribbentropp, el Ministro de Relaciones Exteriores nazi, pero que es incapaz de sentarse a negociar con Tito, otro comunista.

Tenemos a Vasily, el hijo de Stalin, al que su padre ha anulado tanto y de tal forma, que solo queda de él un payaso triste empapado en vodka. Un payaso molesto, heroíco cuando tocó durante la invasión alemana, pero que ahora se empeña en repetir, cuando no conviene, que han envenenado a su padre.

Tenemos a Svetlana, la hija amada de Stalin, la única rusa que no mezcló el sentimiento de que el Camarada Stalin la amaba y la protegía con el miedo. Pero ha aprendido a temerlo cuando se hizo adulta. Las anomalías hay que solventarlas. No hay nada más democrático que el miedo.

Están los camaradas Zhukov y Jruskchev, militares, héroes de la Segunda Guerra Mundial, que quieren desmontar la camarilla entre la que se han sentido cómodos ante ahora. Quieren defenestrar a Veria. La Unión Soviética debe sobrevivir a Stalin y sin Stalin. Los funcionarios sanguinarios con carisma deben ser apartados por funcionarios sanguinarios que muerdan cuando se les muestre el hueso, y nunca por su cuenta.

En fin, es el retrato descarnado de una Rusia, de una utopía, que como todas las utopías, fracasó. De la gente que se despertó del sueño y se arrepentió de no seguir soñando: los soviéticos.

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