Durante los famosos Juicios de Núremberg, en los que se juzgó a los principales líderes del régimen nazi, no todo giraba exclusivamente en torno al horror de los crímenes de guerra. Entre bastidores, se tejían historias personales que rozaban el escándalo, la seducción y la ironía histórica. Una de ellas fue el romance entre la condesa Katharina Faber-Castell —heredera de la famosa dinastía de fabricantes de lápices— y Rudolf Diels, el primer jefe de la Gestapo. Una historia que, por insólita que parezca, ocurrió bajo el mismo techo donde se alojaban los periodistas internacionales que cubrían el juicio más importante del siglo XX.
El castillo Faber-Castell, situado en Stein, había sido confiscado por los Aliados y transformado en la residencia de los corresponsales extranjeros durante los juicios. Allí, entre crónicas judiciales y debates nocturnos, la condesa Nina —como la llamaban— reapareció en escena. En los años treinta había tenido un breve romance con Rudolf Diels, cuando ambos coincidieron en Berlín. Más de una década después, y en el contexto de los juicios, volvieron a encontrarse. Él ya no era una figura temida, sino un testigo del tribunal. Y ella, una aristócrata aún casada que no dudó en reavivar aquella antigua relación.
La situación era tan descarada que muchos la recuerdan como uno de los “secretos a voces” del castillo. Nina y Diels pasaban noches juntos, mientras su esposo dormía en una habitación cercana. Se cuenta incluso que, en una ocasión, Diels tuvo que sacar rápidamente del lugar pruebas comprometedoras —ropa interior de la condesa— antes de que el marido la encontrara. Algunos rumores fueron aún más allá, sugiriendo que el hijo menor de la condesa podría ser del exjefe nazi, aunque esto nunca se confirmó. A pesar del escándalo, su relación se mantuvo incluso después de los juicios: fue Nina quien ayudó a Diels a publicar sus memorias años más tarde.
Pero, ¿quién era Rudolf Diels realmente? Su figura es tan interesante como ambigua. Fue el primer jefe de la Gestapo, nombrado por Hermann Göring poco después del incendio del Reichstag en 1933. Fue él quien interrogó a Marinus van der Lubbe, el joven comunista acusado de incendiar el parlamento, y quien aseguró que había actuado solo. En esa etapa temprana del régimen nazi, Diels actuaba con relativa autonomía y llegó incluso a resistirse a ciertas purgas internas. Esto no le ganó simpatías dentro del partido, especialmente entre Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich, que querían controlar por completo la maquinaria de represión.
En 1934, cuando Himmler tomó el control de la Gestapo, Diels fue apartado. Heydrich se convirtió en su sucesor y, en la famosa Noche de los Cuchillos Largos, Diels fue señalado como objetivo. Sin embargo, logró sobrevivir gracias a la protección de Göring, quien lo trasladó a otros cargos dentro de la administración del Tercer Reich, lejos del centro de poder. Desde entonces, su carrera fue más discreta, y nunca llegó a implicarse directamente en los crímenes más atroces del régimen.
Cuando terminó la guerra, Diels fue arrestado y se temía que acabaría en el banquillo de los acusados en Núremberg. Sin embargo, su destino fue muy distinto. En lugar de ser juzgado, fue convocado como testigo. ¿Por qué? En parte, porque su papel en la Gestapo había terminado antes de que esta se convirtiera en el instrumento de terror que sería bajo Himmler y Heydrich. Pero también influyó su comportamiento posterior: ayudó a algunos judíos a huir del país, mantuvo una actitud relativamente crítica dentro del aparato nazi y, sobre todo, tenía amigos influyentes entre los fiscales aliados, como Robert Kempner, quien lo conocía desde antes de la guerra.
En Núremberg, Diels se convirtió así en un testigo clave. Declaró tanto para la acusación como para la defensa, aportando información valiosa sobre los primeros años del régimen y sobre las luchas internas del partido nazi. Estaba alojado en el ala de los testigos, no en la zona de los acusados, y se movía con cierta libertad. Una libertad que le permitió, también, mantener su escandalosa relación con la condesa Nina.
Tras el juicio, Diels fue liberado en 1947 y regresó a la vida pública en Alemania Occidental. Publicó sus memorias, tituladas Lucifer ante portas, en las que intentó justificar su papel en aquellos años oscuros, y trabajó durante un tiempo en la administración pública. Su historia, sin embargo, quedó marcada no solo por su cercanía al poder nazi, sino también por ese extraño papel que jugó en la posguerra: ni verdugo ni héroe, sino un testigo ambiguo, que supo navegar las aguas del poder antes, durante y después del Tercer Reich.
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