jueves, 20 de noviembre de 2025

La patologización psiquiátrica de conductas perfectamente normales y sus consecuencias.

 

La nueva fiebre de las etiquetas: cuando lo humano se vuelve “patológico”

En las últimas décadas hemos visto un fenómeno curioso —y preocupante— en el ámbito de la salud mental: la tendencia creciente a convertir en “trastornos” comportamientos que durante siglos se consideraron parte natural de la experiencia humana. Lo que antes era timidez ahora es “fobia social”; la tristeza es “depresión clínica”; la rebeldía adolescente se convierte en un “trastorno oposicionista desafiante”; el aburrimiento escolar o la inquietud infantil se interpreta como un signo inequívoco de TDAH. No se trata de negar la existencia de estas condiciones cuando son severas y discapacitantes, sino de observar cómo el umbral para diagnosticarlas parece diluirse cada vez más.

Esta hiperpatologización tiene consecuencias profundas. Una de ellas es que un niño que simplemente necesita límites o un entorno educativo más estimulante termina etiquetado, medicalizado y convencido de que algo está “mal” en él. Y del otro lado, adultos que atraviesan un duelo, un estrés laboral o una mala racha vital se ven tentados a interpretarlo inmediatamente como un cuadro psiquiátrico que requiere medicación. La vida, con sus altibajos, pierde su legitimidad: cualquier malestar pasa a ser síntoma de una enfermedad.

El negocio detrás del diagnóstico fácil

Este fenómeno no surge en un vacío. El poder de la industria farmacéutica —y su influencia en la investigación, las guías clínicas y la formación de profesionales sanitarios— es innegable. Existen intereses económicos inmensos en ampliar el mercado de consumidores de psicofármacos, y la forma más eficaz de lograrlo es expandiendo los criterios diagnósticos. Más diagnósticos significan más prescripciones; más prescripciones, más beneficios.

No es casual que muchos de los manuales diagnósticos contemporáneos hayan visto aumentar, edición tras edición, la cantidad de trastornos reconocidos. Lo que antes era una experiencia común y comprensible ahora aparece como una categoría clínica. Y el mensaje implícito para el público es claro: “si te sientes así, hay una pastilla para eso”.

La ilusión de la panacea psiquiátrica

A esto se suma una narrativa social muy poderosa: la idea de que la solución a nuestros problemas emocionales es exclusivamente médica. Psicofármacos como la primera y única respuesta, consultas breves con psiquiatras como método universal, etiquetado inmediato como sustituto de comprensión profunda. Es una visión tentadora porque promete rapidez y simplicidad en un mundo que detesta la complejidad.

Sin embargo, esta fe ciega en la medicalización hace daño de varias maneras. Primero, porque promueve la dependencia de tratamientos que, en muchos casos, podrían reemplazarse por acompañamiento psicológico, apoyo social, cambios de hábitos o, sencillamente, tiempo. Segundo, porque reduce la subjetividad humana a un conjunto de síntomas estandarizados, ignorando contexto, historia personal, desigualdades sociales o experiencias traumáticas.

Y tercero —quizá lo más grave— porque satura un sistema de salud mental que ya está desbordado, desviando recursos hacia casos que quizá no requieren intervención clínica intensa mientras las personas con trastornos realmente graves quedan en listas de espera interminables o sin atención adecuada.

Cuando banalizamos la enfermedad, desatendemos a quienes sí la sufren

Cada etiqueta innecesaria es un ladrillo más en el muro que oculta las necesidades de quienes tienen trastornos mentales severos y reales. Si todo es “depresión”, quienes padecen depresiones profundas y discapacitantes se vuelven invisibles. Si todo niño nervioso es “hiperactivo”, los niños con TDAH genuino —que tanto se benefician de intervenciones específicas— ven diluidos sus recursos.

Reducir la diferencia entre el malestar cotidiano y la enfermedad mental grave no solo banaliza el sufrimiento humano, sino que trivializa la psiquiatría como disciplina. Y, en última instancia, perjudica a quienes realmente necesitan atención.

Un llamado a la sensatez

No se trata de demonizar la medicación ni de negar la utilidad de la psiquiatría. Ambas pueden ser herramientas cruciales, incluso salvadoras. Pero deberían ser parte de un enfoque más amplio y más humano, donde la psicología, la pedagogía, lo social y lo comunitario tengan un papel central.

Necesitamos volver a confiar en la variabilidad natural de la conducta humana, aceptar que sentir tristeza, ansiedad o frustración no es un trastorno, y recordar que, a veces, lo que necesitamos no es un diagnóstico, sino comprensión. Necesitamos que los profesionales vuelvan a tener tiempo para escuchar y observar, y que la sociedad recupere la capacidad de distinguir entre malestar y enfermedad.

Medicalizar lo normal no nos hace más sanos: nos hace más dependientes, más confundidos y más desconectados de la riqueza —a veces caótica— de lo que significa estar vivo.

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