LA CARGA DEL KAHLENBERG
Relato dramatizado desde los ojos de Jan Lubomirski, szlachcic e húsar alado
El sol declinaba sobre las colinas del Kahlenberg cuando el silencio previo a la tormenta cayó sobre los miles de jinetes alineados. El olor a sudor de caballo, hierro y cuero llenaba el aire cargado de polvo. A lo lejos, Viena ardía en tonos anaranjados, envuelta en humo, como si la ciudad respirara por última vez antes de morir.
Jan Lubomirski, del clan Abdank, aferró las riendas con fuerza. Su montura, Błyskawica (“Relámpago”), resoplaba impaciente. A su espalda, las alas —dos arcos de madera con plumas oscuras— vibraban suavemente con la brisa que ascendía desde el valle. Aquella vibración era casi un murmullo: un recordatorio de los ancestros, como si los antiguos guerreros susurraran desde el más allá.
A su izquierda, un húsar encendió un pequeño relicario.
A su derecha, otro hizo la señal de la cruz.
Y al frente, altísimo, sereno, imponente, estaba Juan III Sobieski.
El rey levantó la espada.
—Hijos de la Corona, hoy cabalgamos no solo por Viena… sino por toda la Cristiandad. ¡Alianza al galope!
Un rugido atravesó las filas. Lubomirski sintió cómo su corazón golpeaba contra la coraza. Bajó la visera, ajustó la enorme kopia, más larga que la lanza de cualquier caballería de Europa, y espoleó a Błyskawica.
Primero vino el trote.
Luego el galope.
Y luego… el trueno.
Miles de cascos chocaban con la tierra en perfecta sincronía. Las alas de cientos de húsares producían un zumbido seco, casi un estrépito, como si la mismísima tormenta descendiera del monte en forma humana.
Los otomanos los vieron venir.
Gritos.
Órdenes desesperadas.
Un tumulto de escudos, turbantes y estandartes verdes ondeando en el viento.
Lubomirski vio cómo los jenízaros formaban apresuradamente una línea frente a las murallas. Escuchó disparos, el estallido de arcabuces, el silbido de balas que pasaban como abejas enfurecidas. Uno de sus camaradas cayó, pero la línea siguió avanzando, imparable.
El suelo vibraba.
El aire temblaba.
El mundo entero parecía comprimirse en ese instante.
A treinta pasos del enemigo, Lubomirski bajó la lanza.
El impacto fue como chocar contra el mar durante una tormenta: imposible de detener, indomable. Su kopia atravesó un escudo otomano y derribó a dos soldados antes de partirse con un crujido seco. Con un impulso fluido, desenvainó su szabla y siguió adelante, cortando, desviando, abriéndose paso entre el caos.
El estruendo era ensordecedor: gritos en polaco, alemán y turco; el fragor del acero; el relincho dolorido de caballos; el eco de los cañones desde las murallas de Viena.
Cuando la primera línea otomana quebró, Lubomirski sintió que algo cambiaba en el aire.
Era miedo.
La confianza del enemigo se resquebrajaba como cerámica bajo un martillo.
Un jenízaro con cimitarra se lanzó contra él. Lubomirski lo esquivó por un pelo y su caballo lo arrolló con brutalidad. Otro enemigo apareció, pero un húsar a su lado lo abatió con un golpe de maza.
Más abajo, en el valle, miles de caballos aliados se unían al ataque. La avalancha se hacía más grande, más salvaje. Era como si el destino mismo hubiese decidido cargar con ellos.
Entonces, lo vio:
la línea otomana rompiéndose.
Hombres huyendo.
Oficiales incapaces de contener el desorden.
Carpas abandonadas.
Batallones enteros que se disolvían como arena entre los dedos.
—¡Viena está salvada! —gritó alguien detrás de él.
Lubomirski no sabía quién era; la voz se perdía entre otras mil. Pero sintió un ardor en la garganta, una mezcla de alivio, triunfo y agotamiento feroz. Por un instante, levantó la vista hacia el cielo rojizo.
Sí…
Los húsares habían vuelto a volar.
Y aquel día, en el Kahlenberg, sus alas no fueron un adorno, sino un recordatorio de que, mientras ellos cabalgaran, ningún ejército podría ignorar el peso de su furia.
BAJO LAS MURALLAS DE VIENA
Relato desde la visión de un katib otomano, 12 de septiembre de 1683
El alba había despuntado con un cielo de un azul pálido, casi fatigado, como si incluso la luz hubiera cedido al cansancio acumulado en aquellas interminables semanas de asedio. Desde mi tienda pude oír el rumor constante de los martillos, de las palas, de los rezos que, mezclados, componían la música monótona del campamento. Yo, Mustafá ibn Selim, katib al servicio del çorbacı Hasan Ağa, llevaba ya tres días sin dormir más de unas pocas horas, dedicado a compilar informes, registrar la distribución de pólvora y transmitir las órdenes del estado mayor.
El asedio avanzaba, aunque más lento de lo que hubiéramos deseado. Las minas bajo las murallas de la ciudad resistían; los defensores mostraban una obstinación que desconcertaba a algunos oficiales. Pero esa mañana, mientras el sol tomaba altura con deliberada lentitud, algo en el ambiente parecía alterado. Era una inquietud casi imperceptible, como la vibración premonitoria de una cuerda demasiado tensada.
A media mañana vi llegar jinetes desde la retaguardia con informes urgentes. Entraron sin protocolo en la gran tienda donde se hallaban los beys y los comandantes de las ortas. No pude escuchar sus palabras, pero sí advertí el súbito silencio que siguió a sus susurros: un silencio que no era de respeto, sino de alarma.
Minutos después, mi çorbacı emergió.
—Mustafá —dijo con voz grave—, registra esto: fuerzas cristianas divisando desde las alturas del Kahlenberg. Procedentes, según dicen, del reino de Polonia y de los dominios del Emperador.
Asentí mientras escribía, aunque en mi interior sentí un estremecimiento. Habíamos oído rumores durante días, pero siempre habían sido desestimados como exageraciones de exploradores nerviosos. Sin embargo, la expresión en el rostro de Hasan Ağa era la de quien ha reconocido un cambio en la marea.
Cuando el sol se inclinaba ya hacia la tarde, las trompas comenzaron a sonar. Las ortas se alinearon con disciplina veterana frente a nuestras trincheras y baterías. Desde donde me encontraba se veía la ciudad en la distancia, ennegrecida por el humo, y a nuestra espalda el valle que descendía hacia las colinas.
Fue entonces cuando los vimos.
Primero, un resplandor metálico. Luego, una larga línea descendiendo por la ladera como un río en caída: caballería. Pero no era un destacamento menor, ni una avanzadilla. Era una masa, un torrente, y en su vanguardia se distinguían figuras cuyas siluetas, incluso de lejos, resultaban singulares: aquellos jinetes llevaban plumas o alas que sobresalían de sus espaldas como si hubieran nacido con ellas. El murmullo se extendió entre nuestros hombres.
—Húsares alados —murmuró uno de los veteranos.
En ese instante comprendimos que la batalla que se avecinaba no era un escaramuza más, sino el golpe destinado a decidir el sitio entero.
Las órdenes comenzaron a fluir: reorganizar líneas, reforzar posiciones, preparar arcabuces y cañones. Yo corría de una orta a otra transmitiendo instrucciones, tropezando con estacas, sacos de tierra y restos de artillería. El estruendo de los tambores jenízaros retumbaba en mis oídos como si el acero mismo vibrara.
Cuando por fin regresé junto a mi çorbacı, los primeros disparos resonaron. La caballería descendía ya con velocidad creciente, una marea de cascos, estandartes y armaduras que parecía desafiar incluso la pendiente. El choque era inminente.
—Mantendremos la línea, Mustafá —dijo Hasan Ağa sin apartar la vista del frente—. Recuerda bien esto para los registros: hemos servido con honor.
Asentí, aunque las palabras parecían pesar más que el aire. Sentí la reverberación del suelo cuando las primeras unidades aliadas chocaron contra los sipahíes desplegados delante de nosotros. El sonido llegó como un trueno: metal contra metal, gritos en lenguas distintas, el galope que no cedía.
En pocos minutos quedó claro que enfrentábamos una fuerza desbordante. Las alas de los húsares, agitadas por la carrera, producían un extraño zumbido, casi un temblor, mientras sus largas lanzas atravesaban filas enteras. Intentamos mantener la formación; los jenízaros dispararon sus arcabuces con precisión, pero la avalancha era demasiado vasta, demasiado rápida.
Recuerdo mirar a mi alrededor y ver cómo el orden del campamento comenzaba a quebrarse. Caravanas tratando de retirarse, camelleros huyendo, municiones dispersas. Un oficial me gritó que ayudara a salvar los registros, pero un segundo después una nube de polvo y hombres en desbandada me separó de él.
En medio de aquel caos vi por última vez a Hasan Ağa. Estaba aún en pie, espada en mano, intentando contener a sus hombres y reorganizar la orta. Su figura, erguida contra la corriente que venía desde las colinas, tenía algo de admirable y trágico.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que la línea finalmente colapsara. El sonido de la carga se volvió un rugido continuo; el polvo lo cubrió todo. Corrí porque ya no había órdenes que transmitir y porque la derrota era evidente incluso para los más obstinados.
Aquella noche, oculto entre los restos del campamento abandonado, escribí estas notas con la mano temblorosa. No sabía qué había sido de mi çorbacı, ni del destino final del ejército. Pero entendí que ese día, bajo el cielo de Viena, la historia había girado con violencia, y que nosotros habíamos sido arrastrados por su giro sin remedio.
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