sábado, 15 de marzo de 2014

Los tártaros de Crimea.

Hay un sentimiento de melancolía muy propio del pueblo ruso llamado "toskarav", añoranza por el pasado, aunque no se haya vivido. Creo que este sentimiento, el recuerdo de una época en que los precios de los alimentos se mantenían bajos artificialmente, y todos tenían derecho a unas vacaciones pagadas por el Estado, lo que revuelve los recuerdos de los pro rusos que quieren que Ucrania se integre en Rusia. Los rusos añoran su grandeza con la melancolía que les es habitual, pero tampoco renuncian a los agresividad, a la idea de que hay que poner los cojones encima de la mesa -perdón por la expresión- si se quiere ser respetado. Un ruso es una mezcla de malencolía y mala leche.
El problema es que este conflicto, como todos, dejará gente por el camino, y esa gente son los tártaros de Crimea.
Si echamos una vista al pasado veremos que las ciudades comerciales de Kiev y Novgorod, fundados por los vikingos varegos, de origen sueco, son el germen de lo que ahora consideramos Rusia. El origen de todo está fuera de los límites acuales del país.
En 1241, un nieto de Gengis Khan, Batu, invadió los territorios gobernados por estas ciudades comerciales, que asta ahora habían mirado hacia Bizancio. Kiev fue devastada, y Novgorod se libró, porque las distancias y el invierno ruso, ya eran una fuerza a tener en cuenta en el siglo XIII. Surgió una nueva ciudad más al norte, entre los bosques, Moscú. Su líder, Aleksei Nevsky, (Alejandro del Neva), pactó con los mongoles.
Rusos y tártaros se llevarían bien hasta el siglo XV. Había intercambio cultural y matrimonios mixtos. Crimea había sido lugar de paso de muchos pueblos, como los jázaros, los alanos, los varegos y ahora los tártaros.
Tras la batalla de Kulikovo (1388) los tártaros del khanato de Crimea reforzaron sus relaciones con el Imperio Otomano. Los turcos querían sobre todo esclavos. Los tártaros de Crimea, con ayuda de otro clanes y de los genoveses, hacieron incursiones en el sur de Rusia para enviarles la mercancia.
En 1783 Catalina la Grande, viuda del zar Pedro III, quiere una salida al mar Negro. Con la ayuda de su ministro y amante Potemkin anexiona Crimea, se la arrebata a los turcos y la coloniza con campesinos rusos.
Crimea tiene mucha historia. Es un bello lugar donde se cultiva vino (los viñedos de Masandra), la gente puede ir a la playa y los jefazos del Politburó pueden tener sus residencias de verano. Fue en una dacha crimeana, en 1946, donde los vencedores de la Segunda Guerra Mundial sed repartieron sus zonas de influencia en Europa. Estamos hablando de Yalta.
Pero para los crimeanos el Gobierno de Stalin significo el Holodomor, la hambruna de 1930, la colectivización forzosa, la ocupación nazi y las represalias posteriores por haber asumido que los nazis eran más fuertas y no haber opuesto resistencia.
Para los tártaros 1944 es el año de la Gran Deportación. Muchos de ellos fueron obligados a abandonar sus hogares con media hora de antelación, embarcados en vagones de ganado y enviados a Uzbekistán o Siberia. No estaban dentro del sistema de gulags, porque no había una sentencia de traición por nada concreto pero alguien tenía que pagar los platos rotos de la ocupación nazi de Ucrania.
Muchas familias no regresaron hasta la caída de la Unión Soviética, y muchos temen que grupos tan minoritarios como ellos, pero fanáticos de los valores de melancolía y agresividad rusos, les obliguen a una nueva deportación. Informaciones no confirmadas dicen que hay rusos étnicos pintando cruces en casas de familias tártaras.

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