lunes, 6 de mayo de 2019

Mujeres blancas y esclavos negros.

Una plantación de Carolina del Norte, en 1847. Anna Burwell solo tiene tres años pero ya sabe cuál es el valor de la vida de una esclava. Hasta entonces había jugado sin problemas y comido la papilla a requerimiento de su aya negra Fanny, pero un día, durante una rabieta, le pide a su padre que le corten las orejas a la esclava y que designen otra niñera. El padre no solo le hace caso y transmite el ruego al capataz sino que lo comenta a sus amistades como una chiquillada por parte de una niña muy temperamental.

La investigadora Stephanie Jones- Rogers, de la Universidad de Bekerley, presenta docenas de historias similares en ERAN DE SU PROPIEDAD; LAS MUJERES BLANCAS COMO PROPIETARIAS DE ESCLAVOS.

Muchos padres dejaban asegurado el porvenir de sus hijas con la compra y puesta a su nombre de varios esclavos. Los hijos varones heredaban las tierras. Los esclavos eran un garante de que la muchacha sobreviviría a un marido inutil, vicioso o maltratador, frente al que no tenían mas que esa garantía jurídica. El marido podía dejarlas sin blanca tras el matrimonio por una mala gestión de los bienes, que pasaban a ser de su propiedad, pero jamás podía poner las manos en los esclavos de su mujer.

En cuanto a la idea de que la brutalidad con los esclavos negros era cosa de los hombre, presumiblemente los capataces, que tenían un contacto más directo con ellos, es falsa. Jones-Rogers habla del testimonio de una antigua esclava maumitida a la que un buen día su ama le metió los pies en un cepo y le rompió una pierna con un palo de escoba por no referirse a su hija de un mes como miss.

Las mujeres preferían las esclavas porque podían quedarse embarazadas por lo que se duplicaba su valor. Había mujeres que obligaban a sus negras a mantener relaciones sexuales con esclavos seleccionados por ellas para poder traficar con los varones necidos de esas cópulas. A veces si querían un vestido nuevo o hacer un viaje de recreo a Richmond o Charleston vendían un esclavo, sin tener que mendigar el capricho a su marido. Emily Haidee, una granjera de Louisiana, se dedicaba a este negocio. Un día viendo a unos niños esclavos jugar en uno de los escasos ratos libres que se les concedían dijo a sus invitados: "¿Verdad que me está creciendo una prometedora cosecha de negritos?"

Lo triste de todo este asunto es que ellas, a pesar de ser las amas, dar las órdenes y empuñar el látigo o estar presente cuando el capataz lo hacía, eran víctimas del sistema. Sin derechos reales, muriendo de sobreparto a menudo, solo el racismo, el saber que había alguien con menos derechos que ellas por el color de piel y la "voluntad de Dios" que había creado gente diferente y menos desarrollada como los pueblos africanos para explotarlos, las hacían sentirse parte de un sistema que no habrían soportado de otra manera. "Sin los esclavos jamás se habrían sentido libres", concluye Stephanie Jones- Rogers.

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