William (o Will) Kempe, conocido también como William Kemp —a veces llamado erróneamente Sir Edmund Kempe por confusión posterior—, fue una de las figuras más destacadas del teatro isabelino y merece mención junto a los bufones cortesanos, aunque su papel fue distinto: no fue un bufón de corte propiamente dicho, sino un actor y payaso profesional de los teatros públicos londinenses, contemporáneo y colaborador de William Shakespeare.
Kempe fue uno de los miembros fundadores de la compañía de “The Lord Chamberlain’s Men”, la misma en la que actuaba Shakespeare. Era un cómico de gran fama, especializado en la improvisación, la pantomima y la farsa física, heredero de la tradición del clown medieval y del fool cortesano, pero trasladado ya al escenario profesional del teatro renacentista inglés.
Su estilo era exuberante, popular y muy físico: hacía uso de danzas, gestos grotescos y juegos de palabras. Fue célebre por sus interpretaciones de los papeles cómicos en las primeras obras de Shakespeare —se cree que encarnó personajes como Dogberry en Mucho ruido y pocas nueces, Peter en Romeo y Julieta, y probablemente el bufón de El sueño de una noche de verano—, aportando un tono burlesco y popular que equilibraba los elementos más líricos o trágicos.
Kempe era también un artista independiente, algo rebelde dentro del mundo teatral isabelino, y su fama se amplificó con una hazaña que hoy parece casi de performance moderna: en 1600 emprendió lo que llamó su “Nine Days’ Wonder”, un recorrido a pie desde Londres hasta Norwich, bailando todo el camino como una especie de desafío público y autopromoción. Más tarde publicó un panfleto con el relato de la hazaña, Kemp’s Nine Days’ Wonder, que mezcla humor, orgullo profesional y sátira.
Aunque no formó parte de la corte como los bufones de los Austrias o de los reyes franceses, Kempe encarnó la evolución del bufón medieval hacia el actor cómico moderno. Su figura representa el paso de la función de entretenimiento privado al espectáculo público, con un tono más popular y artístico. A diferencia de los bufones cortesanos, él no dependía del favor de un monarca, sino del aplauso del público.
Podría decirse que Kempe es el eslabón entre el “fool” y el “comediante profesional”, una figura que marca la transición del humor cortesano al teatral. Mientras Will Sommers era el bufón de Enrique VIII y Triboulet el de Francisco I, Kempe fue, de algún modo, el bufón del pueblo isabelino.
Durante los siglos XVI y XVII, tanto en las cortes de los Austrias en España como en las de los Tudor en Inglaterra y los reyes de Francia, los bufones y los enanos fueron figuras habituales, integradas en la vida cotidiana de palacio. Estos personajes —a menudo deformes, enanos o con rasgos físicos peculiares— desempeñaban papeles ambiguos: eran al mismo tiempo objeto de burla y entretenimiento, pero también gozaban de cierta libertad de palabra y de una cercanía al monarca que podía otorgarles poder o protección.
En la corte de los Austrias españoles, especialmente bajo Felipe IV, la presencia de bufones y enanos fue muy destacada. En su época se reunieron en el Alcázar de Madrid un notable grupo de ellos, algunos inmortalizados por Diego Velázquez en sus retratos más humanos y penetrantes.
Entre los más conocidos estaba María Bárbola, una mujer enana que aparece en Las Meninas de Velázquez, junto a la infanta Margarita. De origen alemán, sirvió como acompañante y dama de la infanta, y aunque formalmente era una “enana de placer”, en realidad tenía funciones más amplias: cuidaba a la niña y formaba parte estable de su entorno personal. Su expresión seria en el cuadro y su porte digno reflejan, según los historiadores del arte, una mirada compasiva y respetuosa hacia estas figuras por parte del pintor. No se sabe demasiado de su vida privada, pero se cree que fue tratada con cierta consideración dentro de la jerarquía cortesana.
Otro personaje muy conocido fue Nicolás Pertusato, un joven italiano también retratado por Velázquez en Las Meninas. Se le ve jugueteando con un perro, símbolo de la domesticidad cortesana y de su rol subordinado pero integrado. Pertusato servía como ayuda de cámara y bufón, y tras la muerte de Felipe IV siguió al servicio de la casa real, lo que sugiere que su posición no era meramente decorativa.
Entre los bufones más famosos de la corte de Felipe IV figuran también El Primo (Don Diego de Acedo), Pablillos de Valladolid y La Monstrua (Eugenia Martínez Vallejo).
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El Primo, retratado por Velázquez con gran nobleza, era un hombre instruido, que trabajaba en la secretaría real y tenía formación en letras. Su sobrenombre (“El Primo”) aludía a su parentesco ficticio con el monarca, un modo irónico de elevar su condición. El retrato lo muestra con libros y un semblante sereno, muy lejos de la imagen grotesca del bufón.
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Pablillos de Valladolid, en cambio, era un bufón más clásico, dedicado al entretenimiento, las imitaciones y los chistes. Aparece en un retrato con una postura teatral y llena de movimiento, que revela su carácter más histriónico.
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Eugenia Martínez Vallejo, conocida como La Monstrua, fue una niña riojana de extraordinaria obesidad que fue llevada a la corte para ser mostrada como curiosidad. Velázquez la retrató en dos cuadros, uno vestida y otro desnuda (con evidente intención de estudio anatómico y crítica social). Su caso es uno de los más tristes, pues encarna el aspecto más cruel y exhibicionista de esta costumbre cortesana.
En general, el trato que recibían estos personajes variaba. Algunos gozaban de comodidades, salario e incluso vivienda propia dentro del palacio, especialmente si eran apreciados por el rey o la reina. Otros sufrían humillaciones y eran tratados como rarezas o juguetes humanos. Velázquez, sin embargo, contribuyó a dignificarlos en el arte, mostrándolos como seres con profundidad psicológica y no simples caricaturas.
En las cortes de los Tudor ingleses, también hubo bufones célebres, como Will Sommers, el bufón de Enrique VIII y luego de su hija Isabel I. Sommers era querido por el rey, que toleraba su franqueza y su humor mordaz. Los bufones podían decir cosas que nadie más se atrevía, escudados tras su papel cómico. Su función era aliviar las tensiones del poder, divertir y, a veces, aconsejar con ironía.
En Francia, durante el Renacimiento, también abundaron los bufones. El más famoso fue Triboulet, que sirvió a Luis XII y luego a Francisco I. Era ingenioso, mordaz y, según las crónicas, tenía una lengua tan afilada como peligrosa. Su vida inspiró varias obras literarias, y efectivamente el personaje de Rigoletto en la ópera de Verdi (estrenada en 1851) está basado en él, aunque indirectamente. La ópera se basa en la obra de Victor Hugo Le roi s’amuse (“El rey se divierte”), cuyo protagonista, Triboulet, es el bufón de Francisco I. En la ópera, Verdi cambió nombres y contexto por razones de censura, convirtiendo al rey en el Duque de Mantua y a Triboulet en Rigoletto, pero el origen histórico y literario es el mismo: un bufón deforme, sarcástico y desgraciado que, al intentar proteger a su hija de la corrupción de la corte, provoca su propia ruina.
En definitiva, los bufones y enanos de las cortes europeas fueron figuras fronterizas entre la burla y el respeto, el privilegio y la humillación. Aunque nacieron en un mundo que los usaba como curiosidades vivientes, algunos —gracias a la pintura, la literatura o la ópera— lograron trascender su papel y convertirse en símbolos de la fragilidad y la humanidad en medio del esplendor del poder.
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