martes, 14 de octubre de 2025

Dramatización en el Archivo Secreto Vaticano.


Escena: El Archivo Secreto Vaticano, una sala tenuemente iluminada por lámparas de lectura. El aire huele a pergamino antiguo, cera y silencio. Piero, un archivero de cabello blanco y manos finas, sostiene un manojo de llaves. A su lado, un joven seminarista observa, con ojos asombrados, las sombras de siglos dormidos.


PIERO (con voz grave, pausada)

Aquí, hijo mío, el tiempo no transcurre: se acumula. Cada caja, cada sello, cada hoja conserva no sólo tinta, sino la respiración de quienes hicieron temblar al mundo con sus actos y sus dudas.

SEMINARISTA (en voz baja, con reverencia)
Padre Piero… ¿de verdad está todo aquí? ¿Los secretos del mundo?

PIERO (sonríe levemente)

El mundo tiene muchos secretos. Nosotros sólo custodiamos los que prefirieron escribir.

Mira… —(abre una caja forrada de terciopelo oscuro)— estas son las treinta monedas de plata que, según la tradición, fueron semejantes a las que recibió Judas Iscariote. No son las mismas, claro está, pero fueron acuñadas en el mismo taller de Tiro, del mismo año, con el mismo sello del César.
¿Ves? El rostro del emperador aún se distingue, aunque el tiempo lo haya castigado. Dicen que cada moneda de este tipo lleva, como un eco, el peso de la traición más famosa de la historia.

SEMINARISTA (conmovido)
¿Y por qué las conserva el Vaticano?

PIERO

Porque aquí la historia no se juzga: se contempla. Judas no fue sólo un traidor, sino un hombre que, en su desesperación, buscó la redención… y no la halló. Estas monedas son el recordatorio de que incluso el error puede tener su santidad trágica.

(Camina hacia otra vitrina, protegida por cristal antiguo.)

Aquí, en cambio, dormita otro tipo de pasión.

Los documentos del año del Señor de 1530: la correspondencia enviada al Papa Clemente VII. En estos papeles, Enrique VIII confiesa su dilema: su corazón dividido entre el deber y el deseo, entre Catalina de Aragón y Ana Bolena.

La tinta es inglesa, pero la súplica… universal. En cada palabra, el eco del hombre que quiso hacer de su amor una ley.

SEMINARISTA
¿Y fue entonces cuando empezó la ruptura con Roma?

PIERO (asintiendo con pesar)

Sí. La fe y el poder rara vez se entienden. Este legajo es la semilla de una Iglesia desgarrada. Un corazón partido en dos.

(Se detiene ante un armario de madera maciza, lo abre con cuidado.)

Y aquí… el proceso contra Galileo Galilei.

Cada folio lleva la tensión entre la luz y la sombra, entre el dogma y la duda. Urbano VIII, su juez, no era un ignorante, sino un hombre temeroso de que la verdad corriera más rápido que la fe.

Cuando leo sus palabras —“E pur si muove”, dicen que murmuró Galileo al final—, siento que el universo mismo contenía la respiración.

SEMINARISTA (susurrando)
¿Y fue condenado por mirar al cielo?

PIERO

Por mirar con demasiada claridad. La Iglesia aprendió tarde que no hay herejía en la contemplación del cosmos.

(Finalmente, Piero se inclina ante un cofre de hierro, cubierto de polvo.)

Y este… este es el documento más doloroso de todos: la dissolutio Ordinis Templi.

Aquí está la firma de Clemente V, el sello de la infamia sobre los caballeros del Temple. Hombres que, tras siglos de cruz y espada, fueron devorados por la política y la envidia. El pergamino aún huele a humo. El humo de Jacques de Molay, el último Gran Maestre, que murió clamando justicia mientras ardía frente a Notre Dame.

SEMINARISTA (impresionado)
¿Y usted, padre Piero… cree que todo esto debería mostrarse al mundo?

PIERO (tras un largo silencio)

El mundo no siempre está listo para sus verdades, hijo mío. Pero nosotros… nosotros debemos guardarlas. Porque el deber del archivero no es revelar, sino recordar.

(Cierra con suavidad el cofre, el eco del metal resuena en la sala. La lámpara parpadea.)

PIERO (con voz baja, casi un rezo)
Cada documento es una confesión. Y el Archivo… es su absolución silenciosa.


 

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