Cojamos un ejemplar del CANTAR DE LOS NIBELUNGOS, un poema épico germánico del siglo XIII. El héroe, Sigfrido, cazador de dragones, es alanceado por el guerrero burgundio Hagen Tronje. Al día siguiente, el cuerpo del héroe queda expuesto ante la corte. El caballero traidor se acerca al lecho mortuorio para expones son hipócritas condolencias. !Milagro! De la herida supurante volvió a supurar sangre, por lo que Hagen Tronje fue prendido y ajusticiado,
A esto que se puede ver en la versión expresionista del mito se puede admirar en la película de Fritz Lang LOS NIBELUNGOS, filmada en 1924. Se le llamaba cruentación. Se trata de la idea supersticiosa de que un cadáver volvería a sangrar en presencia de su asesino. El poema épico es de 1220 aproximadamente, por lo que indica que la creencia estaba muy extendida. Los verdugos examinaban en los juicios de Dios si el cadáver asesinado sangraba de la nariz o de los ojos. En caso contrario, el reo era inocente. El lector de este blog se puede imaginar qué cantidad de caballeros felones se salvaron de este modo de una mas que presumible condena a muerte.
Y un culpable se salvaba porque la lividez cadavérica empezaba a ser visible entre los veinte minutos y las tres horas, cuando la sangre acumulada empieza a coagularse dentro de venas y arterias, apareciendo la máxima lividez entre las seis y doce tras el fallecimiento, según la científica forense A. J. Scudieri. Nadie sangra después de muerto. Lo más, supura.
Durante las primeras fases de la descomposición del cuerpo se produce líquido de purga, acumulado en los capilares pulmonares. Parte de ese fluido podía acumularse por la nariz y otros orificios corporales.
La ordalía, también conocida como Juicio de Dios, fue una institución jurídica que perduró hasta finales de la Edad Media. De acuerdo con el jurista Francisco Tomás y Valiente la ordalía consistía en la interpretación de la culpabilidad o inocencia a través de rituales. Las pruebas solían estar basadas en pruebas mágicas e irracionales de brutalidad incontestable, generalmente relacionadas con el fuego o el agua.
Los reos sujetaban hierros candentes con las manos, introducían las manos en el fuego o eran sumergidos con pesos en los pies en el agua. Si sobrevivían Dios los consideraba inocentes y no merecedor de castigo.
Según las leyes de los pueblos germánicos, la tortura y los castigos corporales se aplicaban a esclavos o a los hombres libres acusados de traición, de deserción o cobardía en el campo de batalla. Entre los siglos IX y XII, la justicia solo investigaba crímenes a petición de la acusación privada. El acusado tenía que probar que la acusación era falsa bajo juramento y nombrar testigos que aportasen pruebas de su inocencia. En caso de que esto no fuese suficiente, el acusador y el acusado se enfrentaban a muerte a espada. El público y los jueces creían que Dios solo permitiría sobrevivir al que tuviese razón en esa disputa.
A partir del siglo XV, a medida que la sociedad europea experimentaba cambios en sus estructuras sociales y judiciales, las ordalías fueron considerándose bárbaras y se reemplazaron por juicios basados en pruebas sólidas y demostrables. La pervivencia del derecho romano y la evolución natural del sistema legal llevaron al abandono de las espectaculares y crueles ordalías.
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