Cuando un ciudadano de a pie piensa en Roma se imagina legionarios luchando contra los germanos, un público ansioso de sangre vociferando a los gladiadores en el anfiteatro o a los aurigas en la spina del circo, o banquetes pantagruélicos. Todo ello existió, es cierto, pero los romanos tenían cierto ideal de lo que se esperaba de ello, de lo que debían procurar ser a toda costa. Y este ideal está representado por este hombre: Marco Tulio Cicerón.
Los años finales de la República Romana están marcados por las funestas consecuencias de las reformas de Cayo Mario. Este personaje fue elegido cónsul cuatro veces consecutivas e hizo que los generales tuvieran que dar cada vez menos cuentas de lo que hacían al Senado, lo que socavó los cimientos de este régimen.
Cicerón fue un modelo de lo que los romanos esperaban ser, a pesar de los vientos imperantes. Empezó como abogado defensor en litigios en los que siempre estaba mezclada la alta política. De esta forma, hizo el cursum honorum, la carrera del honor, esto es ocupó todos los cargos públicos y responsabilidades políticas hasta llegar a ser aceptado como senador.
Era famoso por utilizar toda clase de trucos espectaculares, algunos de ellos dudosos. Ponía delante del jurado a la esposa del acusado vestida con una túnica de duelo y a los hijos de este, ataviados con la ropa más astrosa de su guardarropa. Presumiblemente para dar pena. O socavaba la credibilidad del fiscal diciendo cosas como: "Este caso está tan claro y es tan favorable para mí, que olvidaré que la esposa de mi oponente se siente más atraida de lo conveniente por los gladiadores".
Por aquella época, el Senado estaba dividido en dos facciones. Por un lado, estaban los cesarianos, partidarios de Julio César, uno de los protegidos de Mario. Para oponerse a la brillante estrella de tan carismático general, estaban los partidarios de Pompeyo, apodado el Grande. Había un tercer y nefasto personaje, Licinio Craso, general considerado el hombre más rico de Roma, pero desaparece pronto.
Cicerón opta por los partidarios de Pompeyo.
Entre los momentos de gloria de Cicerón se halla el momento en que denuncia las intenciones de derrocar a los senadores por parte de Sergio Lucio Catilina, un personaje tan vicioso como ambicioso. También tuvo conocimiento de los planes de Bruto y sus partidarios de asesinar a Julio César, antes de que partiera a una campaña contra los partos, cosa que para desgracia de todos, unos y otros, consiguieron.
Cicerón no participó en el complot, pero su conocimiento de los entresijos del mismo, fue la excusa que los cesarianos emplearon para mandar su asesinato.
Cuando los legionarios encargados de llevar a cabo tal orden llegaron, se formó un pequeño alboroto en su domus. Cicerón acudió presto a ver lo que sucedía y escuchó la noticia sin inmutarse. Para dar ejemplo de la dignidad con que debía morir un romano se señaló el cuello y se limitó a decir: "Esta es la cabeza que estáis buscando".
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