"Ningún amante ha estudiado cada capricho de su amada como lo hice yo con los del presidente Rooselvelt", decía Churchill de sus esfuerzos para implicar a los Estados Unidos en la guerra. Churchill voló 170.000 kilómetros durante la guerra, la mayoría de las veces en bombareros reconvertidos, sin calefacción y sin presurizar, a menudo bajo la amenaza de los cazas enemigos. Cuando alguien bromeó con que Rooselvelt, Stalin y Churchill parecían la Santísima Trimidad, Stalin añadía que el primer ministro británico sería en ese caso el Espíritu Santo, por lo mucho que volaba. Un elogio de alguien que tenía pánico a volar.
Los rusos controlaban en febrero de 1945 gran parte de Europa del Este y no podían ser expulsados salvo por la fuerza. Así que lo sorprendente no era que podían conceder Churchill y Rooselvelt a Stalin, que había conseguido por sí mismo todas sus aspiraciones, sino que pudieran cooperar en igualdad de condiciones con el mandatario ruso en la liquidación de la Alemania nazi.
Los diplomáticos aliados occidentales no tenían acceso a la población soviética y apenas veían a Stalin, mientras que su ministro de Asuntos Exteriores, Molotov, recibió el mas que merecido apodo de Mister Niet.
A pesar de que Stalin había matado mediante purgas a miles de cuidadanos soviéticos, Churchill escribió entre sus notas que parecía "un campesino al que se podía manejar". Como descubriría pronto, Stalin era un irónico y sabio negociador político que tenía los comentarios y observaciones adecuados para el momento preciso.
La conferencia de Yalta de febrero de 1945 fue visto como un reparto de zonas de influencia en Europa por parte de las potencias vencedoras y como una forma de apaciguamiento cobarde ante Stalin, al que se le entregó sin más el destino de miles de personas en Europa del este.

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