La ciudad estaba en ruinas silenciosas, no por bombas, sino por fiebres. Calles que antes rebosaban de risas infantiles se habían convertido en pasillos de piedra donde los pasos resonaban huecos, interrumpidos apenas por el llanto apagado de quienes aún tenían fuerzas para llorar.
En medio de ese paisaje, un hombre de rostro demacrado sostenía un cuerpo pequeño envuelto en una manta gris. Sus ojos, enrojecidos y vidriosos, evitaban mirar de frente al científico que lo observaba desde la otra esquina del improvisado hospital.
—No fue por las vacunas —dijo el hombre con la voz rota, pero firme—. Nadie vacunó a mi hijo, jamás. Murió porque… porque le tocaba. Porque así lo quiso la vida.
El virólogo, un anciano de bata manchada, apenas pudo contener un gesto de rabia mezclada con compasión. Caminó hasta quedar frente a él. El hedor de desinfectante barato y cuerpos febriles llenaba el aire.
—Escúchame, por favor. No murió porque "le tocaba". Murió porque lo desarmaste. Porque nacimos con un enemigo invisible y las vacunas eran nuestro escudo. Tú mismo se lo arrebataste creyendo en cuentos de conspiración.
El padre apretó el cuerpo de su hijo contra el pecho, como si aún pudiera protegerlo de las palabras.
—¿Escudo? —replicó con un tono quebrado que intentaba sonar desafiante—. ¿Y quién fabrica esos escudos? ¿Los mismos que enferman al mundo para vendernos la cura? ¿No ves que todo esto no es más que un ciclo natural? Mis abuelos vivieron sin vacunas, y aquí estoy yo.
El virólogo negó lentamente con la cabeza. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de impotencia.
—Tus abuelos sobrevivieron por azar, porque millones de otros niños no tuvieron esa suerte. Esa suerte que ahora le has negado a tu hijo. Mira a tu alrededor: hospitales desbordados, cementerios improvisados, generaciones enteras arrancadas de raíz. ¿Te parece un "ciclo natural"? Esto es el precio de la ignorancia.
El padre lo miró con odio y desesperación a partes iguales.
—No me hables de ignorancia. Tú eres el ciego, creyendo en tus agujas milagrosas. Mi hijo… mi hijo se fue porque era su hora.
El silencio se hizo denso. Afuera, el ulular de una ambulancia sonó como un lamento prolongado. El científico comprendió, de golpe, que no había argumento capaz de atravesar aquella coraza de negación. La tragedia ya estaba hecha: no solo el niño estaba muerto, sino también la posibilidad de que su padre entendiera.
Y en ese hospital sin futuro, entre cuerpos febriles y sueños extinguidos, quedó claro que el verdadero virus no era biológico, sino la obstinada fe en la mentira.
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