miércoles, 1 de octubre de 2025

Las ratas y sus pulgas como arma de guerra a lo largo de la Historia.

 


Crónica de la pestilencia en la guerra

En el año 1346, a orillas del Mar Negro, la ciudad portuaria de Caffa se convirtió en escenario de un asedio sin precedentes. La poderosa Horda de Oro, descendiente de los mongoles de Batu Kan, había sitiado a los mercaderes genoveses que se refugiaban tras sus murallas. Pero no fueron los catapultazos de piedra ni las embestidas de hierro las armas que marcaron la diferencia, sino los cuerpos hinchados de peste.
Los cronistas cuentan que, cuando la enfermedad diezmó al ejército tártaro, los sitiadores, incapaces de aceptar la derrota, idearon un recurso macabro: catapultar los cadáveres plagados de bubones por encima de las murallas. Así, la peste no solo saltó de cadáver a ciudadano, sino que también se embarcó en las naves genovesas que escaparon, sembrando la muerte en Mesina, Génova y más tarde en toda Europa. El resultado fue la Peste Negra, que en pocos años exterminó a casi un tercio de la población del continente. Una guerra local se había transformado en catástrofe global.

Pasaron los siglos, pero la idea de usar la podredumbre como arma jamás desapareció. Durante la Primera Guerra Mundial, las trincheras se convirtieron en madrigueras de barro y sangre. Allí, los soldados descubrieron que no solo la artillería y el gas mostaza podían matar. Las ratas, atraídas por la carne insepulta, crecieron hasta tamaños grotescos. En ocasiones devoraban miembros de soldados heridos aún vivos o profanaban los cuerpos antes de ser enterrados. Los combatientes las cazaban a palazos o con perros, pero su proliferación era incontrolable. Aunque no fueron utilizadas como arma deliberada en el sentido clásico, su presencia se convirtió en un enemigo biológico, un recordatorio de que la guerra abre puertas a plagas silenciosas.

El siglo XX llevó esta lección al extremo en la Batalla de Stalingrado (1942–1943). Bajo el frío atroz, las ratas volvieron a ser protagonistas: portaban piojos y pulgas que transmitían tifus y otras enfermedades, debilitando a tropas ya agotadas por el hambre. Los informes soviéticos señalan que en algunos sectores se llegaron a utilizar gatos para frenar la infestación. El frente no solo era de acero y fuego, sino también de cuerpos consumidos por epidemias invisibles.

De Caffa a Stalingrado, la historia muestra un hilo oscuro: la biología como arma, ya sea intencionada o no. Cuerpos lanzados como proyectiles, ratas multiplicándose en las entrañas de trincheras y ciudades sitiadas. La guerra, al final, no solo se libra con espadas o fusiles, sino también con aquello que corroe desde dentro, lo que ni la muralla más alta ni el tanque más blindado pueden detener: la enfermedad.


¿Quieres que convierta esta crónica en un relato más literario, casi como si fuese narrado por un testigo de cada época, o prefieres que lo deje en este tono histórico-analítico?

Tú dijiste:
Sí, por favor. En forma de cartas.
ChatGPT Plus

Perfecto. Te propongo una serie de cartas ficticias que atraviesan las épocas, como si distintos testigos hubieran escrito sus impresiones en medio de la guerra y la enfermedad.


Carta I

Caffa, otoño de 1346
A mi hermano en Génova:

El aire aquí hiede a muerte. No son las piedras de los tártaros lo que nos atormenta, sino los cuerpos que lanzan sobre nosotros. Vuelan por el cielo como aves malditas y caen en nuestras calles, hinchados, negros, reventados de bubones. Algunos dicen que basta acercarse para sentir la fiebre subir por la piel.

He visto a madres quemar a sus muertos en hogueras improvisadas, mientras otros juran que no es peste, sino veneno de demonios. Pero yo lo sé: cada día caen más, y cada nave que parta llevará esta peste a puertos lejanos. Quizás también a ti.

Ruega a Dios, hermano. Ruega por nuestras almas.

— Marco di Lorenzo, mercader de Caffa.


Carta II

Frente occidental, 1916
Querida madre:

No temas por mí, pues sigo vivo, aunque el barro y las ratas me rodean como enemigos invisibles. Crecen tan grandes que parecen gatos, y nos roen los víveres, los uniformes y hasta a los compañeros que caen sin ser enterrados.

De noche las escucho rasgar los sacos de arena, husmear entre los cadáveres. A veces pienso que la guerra ya no la libramos contra alemanes ni franceses, sino contra esas bestias de ojos brillantes. Algunos camaradas han enfermado, dicen que por los piojos que traen consigo.

La pólvora mata rápido, madre, pero la suciedad lo hace despacio. Y aquí, en estas trincheras, todos tememos más a lo segundo.

Con todo mi amor,
— Henri


Carta III

Stalingrado, invierno de 1942
A mi camarada Nicolái, en el hospital de retaguardia:

El frío es tan cruel que los cuerpos se congelan en las calles, duros como piedras. Pero ni eso frena a las ratas. Se esconden entre los escombros, husmean en las cocinas vacías y traen consigo el tifus.

Dicen que los alemanes sufren tanto como nosotros, que sus trincheras también hierven de bichos. En algunos sectores, nos han traído gatos para cazarlas, como si los gatos pudieran vencer al hambre y a la enfermedad juntas.

Hermano, esta ciudad ya no pertenece a los hombres. Es un campo donde los vivos comparten las ruinas con los muertos y los animales, y donde la enfermedad acecha como un ejército más.

Que resistas, Nicolái. Si vencemos aquí, será no solo contra los invasores, sino contra todo lo que la guerra ha desatado.

— Serguéi



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